Cultura, mercado y estado.
Bruno Frey[1]
La mayor parte de la gente cree que el mercado produce arte de baja calidad. Se oyen quejas sobre la «cultura de masas» y la «comercialización». Esta opinión reina no sólo entre el público en general sino incluso aún más en las discusiones intelectuales. Una gran parte del debate estético tiene por objeto rechazar el mercado como mecanismo decisorio de la cultura. Tras esta profunda convicción, hallamos la desconfianza que los intelectuales sienten hacia el mercado, tan bien señalada por Schumpeter en 1942, y también la creencia de que es necesario el apoyo estatal para mantener un arte de alta calidad. No sólo debe el Estado subvencionar la creación artística, sino que también debe financiar actividades culturales y ocuparse de la administración de museos, teatros, salas de ópera, compañías de ballet y orquestas.
La idea muy extendida de que el mercado sólo produce cultura de masas de baja calidad está basada en una mala comprensión del funcionamiento del mercado. Además, esta creencia es contraria a los hechos, es decir, empíricamente errónea. En realidad, el mercado sí puede producir cultura de alta calidad, incluso de la más alta calidad. Es necesario mirar el trasfondo del mercado. El mercado es una institución que responde a la demanda: si se le pide arte de baja calidad, lo produce, pero si se le pide arte de alta calidad, lo produce de alta calidad. No hay razón alguna para pensar que la demanda de cultura de alta calidad no exista. En realidad, vemos que la gente gasta dinero para disfrutar del buen arte. Un caso digno de mención son los muchos festivales, incluidos los cinematográficos, en los que se presentan productos excelentes. Estos festivales suelen estar organizados por la iniciativa privada con la intención de evitar las abrumadoras limitaciones políticas, administrativas y artísticas que sufren los teatros, salas de ópera y salas de concierto que se hallan en manos del Estado. Algunos de estos festivales dedican su actividad a una pequeña minoría de amantes de alguna forma artística muy particular, como puede ser la música moderna que no cuenta con suficiente audiencia en las salas tradicionales. Así, vemos que el mercado no requiere un público masivo. La creencia general y muy extendida de que «el mercado produce arte de baja calidad» es insostenible.
También es cierto que gran parte de lo producido comercialmente es de baja calidad y a veces, muy baja. Pero esto no debe sorprendernos. La mayoría de la gente tiene este gusto y el mercado simplemente lo refleja. Esta tendencia puede verse reforzada en algunos casos por economías de escala, que permiten la producción de grandes cantidades a precios más bajos que en pequeñas cantidades. Un buen ejemplo es la fabricación de los discos compactos: hacer otros cien mil u otro millón de ejemplares supone un coste adicional mínimo, con lo cual las grandes series pueden venderse a precios muy baratos. Pese a ello, vemos que este mismo mercado produce también música clásica de extraordinaria calidad. Por lo tanto, es importante no centrarse sólo en los aspectos masivos del mercado, sino en ver que el sistema de precios puede muy bien atender a la demanda de alta calidad.
Como se ha señalado en una sección anterior, los economistas del arte no tienen modo de juzgar lo que es «bueno» o «malo» en arte. Este juicio debería en principio ser competencia de los respectivos saberes sustantivos y no de un saber instrumental como es la economía. Sin embargo, ya desde hace siglos, se sabe que no puede haber acuerdo sustantivo en materia de arte: de gustibus non est disputandum. Pero incluso si estuviéramos dispuestos a aceptar el valor objetivo de distinciones aproximadas en la calidad, opinión que yo mantengo (por ejemplo, las óperas de Verdi son mejores que las seriales de la televisión), deberíamos tener siempre presente el hecho de que los juicios de valor pueden cambiar con el tiempo: aquello que se tenía por basura inadmisible puede convertirse en arte aceptado por todos, y puede llegar a descartarse lo que se había considerado arte de gran calidad. Una de las grandes ventajas del mercado es que permite y fomenta la variedad. No se necesita ni una comisión especial ni un grupo de expertos para dar la aprobación a los gustos que el mercado refleja. Esta situación permite que surjan nuevas ideas que mantendrán vivo el arte. El mercado abierto es un antídoto contra el monopolio del gusto artístico.
Sin embargo, los mercados de arte, tal como existen en la realidad, se alejan mucho de lo ideal. Padecen efectos externos, y los suministradores de arte obtienen rendimientos crecientes y muestran tendencias monopolistas. La conclusión presentada por los partidarios del mercado de que éste debe ser el único modo de organización de las artes no está basada en el análisis sino en la convicción ideológica. Hay que considerar el mercado de forma equilibrada y relativa. En el terreno de las artes, como en otros terrenos, disponemos de diversos mecanismos de decisión. En vez de llegar a la conclusión de que en el terreno de la cultura el mercado es el único mecanismo con el que contamos, o al revés, que lo es el Estado, debemos comparar las ventajas y desventajas de los distintos mecanismos decisorios.
[1] Basilea / Suiza, 1941. Economista. Texto extraído de “La economía del arte”. Disponible en internet: ‹http://www.pdf.lacaixa.comunicacions.com/ee/esp/ee18_esp.pdf› escribiendo en el Google: “Bruno Frey la economía del arte”. (227 páginas; se puede bajar por capítulos o completo).
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